VIDA MÁS ALLÁ DEL WHATSAPP
Luego
de un tiempo de esfuerzo tuve que darme por vencido y volver a instalar
WhatsApp en mi celular. Saturado al recibir demasiados mensajes innecesarios e
inoportunos y por leer toda la basura que manda gente más desocupada que uno, a
mediados de agosto decidí borrar la bendita aplicación, convertida en un motivo
de molestia permanente.
El
hecho de que cualquier persona que tenga el número celular de uno se sienta con
derecho a escribirle a cualquier hora para decirle cualquier cosa, o para
incluirlo en un grupo que a usted no le interesa, me resultaba muy molesto. Si
a eso se suma la ansiedad que causamos o que sentimos cuando no hay respuesta
inmediata a ese mensaje que ya tiene doble chulo azul, la situación se vuelve
aún más crítica.
Para
acabar de completar, la adicción a WhatsApp no solo lo convierte a uno en una
persona menos productiva sino que puede transformarlo en un perfecto antisocial
que no se relaciona cara a cara con nadie y en un maleducado que nunca levanta
la mirada por estar tecleando frenéticamente con sus pulgares.
Sin
embargo, aunque tuve que dar marcha atrás –sobre todo por razones de trabajo–
este breve autoexilio digital me dejó varias enseñanzas. En primer lugar, las
semanas que estuve alejado de WhatsApp me sirvieron para recuperar buena parte
de mi tranquilidad cotidiana. Los valiosos minutos que antes dedicaba a revisar
periódicamente el teléfono para ver si me habían entrado mensajes los pude
destinar a otras actividades más gratas o más fructíferas.
También
me di cuenta de que en un alto porcentaje los chats, lejos de ser
imprescindibles, terminan convertidos en una perdedera de tiempo. Asuntos que
para su trámite requieren treinta minutos por WhatsApp se pueden resolver en
treinta segundos con una simple llamada.
Además,
las cuestiones de veras importantes no llegan por un chat y muchas de las que
llegan por esa vía pierden su intensidad o su verdadero significado. La vida
real no está en las redes sociales, sino en las miradas, en el contacto, en el
aliento, en la voz, en las sonrisas, en los gestos, en los suspiros, en los
abrazos o en las lágrimas; no en unas figuritas amarillas que hoy por hoy se
les mandan por igual al compañero de trabajo, a la familia, a la novia o al
señor que cuida el perro.
No
es lo mismo decir “te quiero” en persona –o incluso por teléfono– que enviar
corazoncitos o caritas felices por WhatsApp. No nos digamos mentiras: ninguna
colección de ‘emojis’ va a reemplazar jamás el impacto de unos ojos aguados ni
la emoción de una voz entrecortada por la alegría o el dolor.
No
puedo negar que WhatsApp es una plataforma muy útil, sobre todo para
comunicarse desde y hacia otro país, pero sería interesante saber qué
porcentaje de los 54.000 millones de mensajes que se envían a diario valen la
pena o cuántos de sus más de 800 millones de usuarios están dejando pasar la
vida sin darse cuenta, por estar pegados a la pantalla del celular.
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