¿QUÉ HACE DIOS EN UNA CRUZ?
Según el relato evangélico, los que pasaban ante
Jesús crucificado sobre la colina del Gólgota se burlaban de él y, riéndose de
su impotencia, le decían: «Si eres Hijo de Dios,
bájate de la cruz». Jesús no responde a la provocación. Su respuesta es
un silencio cargado de misterio. Precisamente porque es Hijo de Dios
permanecerá en la cruz hasta su muerte.
Las preguntas son inevitables: ¿Cómo es posible
creer en un Dios crucificado por los hombres? ¿Nos damos cuenta de lo que
estamos diciendo? ¿Qué hace Dios en una cruz? ¿Cómo puede subsistir una
religión fundada en una concepción tan absurda de Dios?
Un «Dios crucificado» constituye una revolución y
un escándalo que nos obliga a cuestionar todas las ideas que los humanos nos
hacemos de un Dios al que supuestamente conocemos. El Crucificado no tiene el
rostro ni los rasgos que las religiones atribuyen al Ser Supremo.
El «Dios crucificado» no es un ser omnipotente y majestuoso,
inmutable y feliz, ajeno al sufrimiento de los humanos, sino un Dios impotente
y humillado que sufre con nosotros el dolor, la angustia y hasta la misma
muerte. Con la Cruz, o termina nuestra fe en Dios, o nos abrimos a una
comprensión nueva y sorprendente de un Dios que, encarnado en nuestro
sufrimiento, nos ama de manera increíble.
Ante el Crucificado empezamos a intuir que Dios, en
su último misterio, es alguien que sufre con nosotros. Nuestra miseria le
afecta. Nuestro sufrimiento le salpica. No existe un Dios cuya vida transcurre,
por decirlo así, al margen de nuestras penas, lágrimas y desgracias. Él está en
todos los Calvarios de nuestro mundo.
Este «Dios crucificado» no permite una fe frívola y
egoísta en un Dios omnipotente al servicio de nuestros caprichos y
pretensiones. Este Dios nos pone mirando hacia el sufrimiento, el abandono y el
desamparo de tantas víctimas de la injusticia y de las desgracias. Con este
Dios nos encontramos cuando nos acercamos al sufrimiento de cualquier crucificado.
Los cristianos seguimos dando toda clase de rodeos
para no toparnos con el «Dios crucificado». Hemos aprendido, incluso, a
levantar nuestra mirada hacia la Cruz del Señor, desviándola de los
crucificados que están ante nuestros ojos. Sin embargo, la manera más auténtica
de celebrar la Pasión del Señor es reavivar nuestra compasión. Sin esto, se
diluye nuestra fe en el «Dios crucificado» y se abre la puerta a toda clase de
manipulaciones. Que nuestro beso al Crucificado nos ponga siempre mirando hacia
quienes, cerca o lejos de nosotros, viven sufriendo.
José Antonio Pagola.
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