UN REGALO LUMINOSO
“Hace algunos años, cuando visitaba una provincia de
jesuitas en América Latina, fui invitado a celebrar la Misa en un suburbio, en
una favela, en uno de los lugares más pobres de la zona. Unas cien mil personas
vivían allí en medio del barro, porque este suburbio estaba construido en una
depresión que se inundaba cada vez que llovía…
La Misa tuvo lugar bajo una especie de techumbre en
mal estado, sin puerta, con perros y gatos que entraban libremente. El
resultado me pareció, con todo, maravilloso. El canto repetía: “Amar es darse…
¡Qué bello es vivir para amar y qué grande tener para dar!”
A medida que el canto avanzaba, sentí que se me hacía
un gran nudo en la garganta. Tenía que hacer un verdadero esfuerzo para
continuar la Misa. Aquellas gentes, que parecían no tener nada, estaban
dispuestas a darse a sí mismas para comunicar a los demás la alegría, la
felicidad.
Cuando en la consagración elevé la hostia, percibí, en
medio del tremendo silencio, la alegría del Señor que se encuentra entre los
que ama. Como dice Jesús: “Me ha enviado a predicar la Buena Noticia a los
pobres”, y “felices los pobres”…
Al dar la comunión, me fijé en que en aquellos rostros
secos, duros, quemados por el sol, había lágrimas que rodaban como perlas.
Acababan de encontrarse con Jesús, que era su único consuelo. Mis manos
temblaban.
Mi homilía fue corta. Fue sobre todo un diálogo. Me
contaron cosas que no suelen escucharse en los discursos importantes, cosas
sencillas, pero profundas y sublimes…
Al terminar la eucaristía un tipo corpulento, con
aspecto de delincuente y que casi daba miedo, me dijo: “Venga a mi casa. Tengo
un regalo para usted”. Yo, indeciso, dudaba si debería aceptarlo, pero el
jesuita que me acompañaba me dijo: “Acepte, padre, son muy buena gente”.
Así que fui con él a su casa, que era una barraca
medio destruida, y me invitó a sentarme en una silla desvencijada. Desde mi
sitio yo podía contemplar la puesta de sol. El grandullón me dijo: “Mire,
Señor, ¡qué hermosura!”. Nos quedamos en silencio durante algunos minutos. El
sol desapareció. El hombre exclamó: “No sabía cómo agradecerle todo lo que
hacen por nosotros. No tengo nada que darle. Pero pensé que le gustaría ver
esta puesta de sol. ¿A qué le ha gustado?”. Y me dio la mano.”
P. Pedro Arrupe
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