MUERTE DIGNA, DIGNA MUERTE
Con la legalización
hace unos años en Holanda de la eutanasia activa bajo ciertas circunstancias,
el viejo "derecho a pedir una muerte digna" ha pasado ya a ser el
"derecho a dar una muerte digna" (el salto del pedir al dar no es de
poca importancia).
Ese salto –que ha sido
ya imitado en otros lugares– ha contribuido a reavivar el viejo debate de la
eutanasia, aunque esta vez de forma bastante más inquietante. Un debate que a
todos nos interesa, porque, cuando se habla de la vida y de la muerte, todos tenemos
cosas que decir.
—Pero parece que
querer morir dignamente es una aspiración legítima, sensata y coherente.
La dignidad y la
dulzura son dos cualidades que hacen al hombre más humano, y es natural que
todos estemos un poco seducidos por la idea de que ambas estén presentes en
nuestra propia muerte. El problema viene a la hora de pensar en cómo se muere
uno dignamente.
Porque, ¿qué es más
digno, esperar pacientemente la llegada de la muerte, luchando en lo posible
por mitigar el dolor, o morir sin dolor a manos de otro hombre?
Porque en este punto
se da no pocas veces una cierta manipulación de las palabras, presentando la
eutanasia como algo más inocuo de lo que es. Se dice muerte dulce, o muerte
digna para propiciar su aceptación social, como si no existiera, o como si
fuera secundario el hecho central de que, en la eutanasia, un ser humano da
muerte –consciente y deliberadamente– a otro ser humano inocente.
El respeto a la
dignidad de la vida humana es un fundamento esencial de la sociedad. Por eso la
eutanasia debe considerarse siempre como un acto de intolerancia inaceptable,
por muy presuntamente nobles o altruistas que aparezcan las motivaciones que
animen a ejecutar tal acción, y por suaves y dulces que sean los medios que se
utilicen para realizarla.
Quien aplica la
eutanasia no permite continuar una vida que él considera inútil o sin sentido.
Pero... ¿Quién es él para decidir que una vida está de más, es inútil, no tiene
sentido, o no tiene derecho a vivir?
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