RAZONES PARA NO CONFESARSE (II)
9. Lo haré cuando esté realmente arrepentido:
Esta afirmación es en parte correcta. La confesión
requiere del arrepentimiento auténtico para que sea fructuosa. En todo caso
sería bueno que se esfuerce y se proponga alcanzarlo lo antes posible. ¿Cómo?
Rece más, lea la Biblia, medite más y haga un profundo examen de conciencia.
¿Por qué? Porque la vida pasa y todos necesitamos arrepentirnos para poder
pedir con sinceridad perdón, y pedir perdón es fundamental para poder
convertirnos; y convertirnos, para llegar al cielo. «No te desesperes – decía
San Agustín- se te ha prometido el perdón -Gracias a Dios por estas promesas
–respondía otro– a ellas me atengo. «Ahora, pues, vive bien –replicaba este–
Mañana viviré bien- el otro contestó: Te ha prometido Dios el perdón, pero el
día de mañana nadie te lo ha prometido» (San Agustín, Comentario sobre el salmo
101).
10. No tengo tiempo, mejor comulgo y luego me
confieso:
Lo decíamos en otro punto. Si realmente no ha podido
confesarse por motivos de fuerza mayor (no valen argumentos como “no alcancé
porque estaba viendo el partido de fútbol”) y realiza una contrición perfecta,
usted podría comulgar. Lo dice el Catecismo en el 1452. Ahora bien, obtiene el
perdón de los pecados mortales con esta contrición, bajo una condición
importante: «si comprende la firme resolución de recurrir tan pronto sea
posible a la confesión sacramental (cf Concilio de Trento: DS 1677)». Esto
quiere decir, que al final de la misa debe buscar al sacerdote para pedir la
confesión (o lo antes posible). Si no es esta su intención, pone en cuestión la
perfección de su contrición y por lo mismo el perdón de los pecados mortales
cometidos. En todo no es muy aconsejable aprovecharse de esta posibilidad, pues
es muy difícil tener la certeza de la perfección de la contrición. Vaya por lo
seguro. Llegue a tiempo y confiésese con tranquilidad. No se arriesgue.
Recuerde también de las palabras de San Pablo: «Quien coma el pan o beba la
copa del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor.
Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba de la copa. Pues quien
come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo» (I Cor 11,
27-29).
11. Con las oraciones que hago diario, los
sacrificios, las obras de caridad, se me perdonan los pecados:
Esto es verdad. Lo dice la Biblia: «el amor cubre
multitud de pecados» (1Pe 4,8). Y lo confirma el Catecismo en el número 1452:
«La contrición cuando brota del amor de Dios amado sobre todas las cosas se
llama “contrición perfecta” (contrición de caridad). Semejante contrición
perdona las faltas». Sin embargo, la Biblia también dice: «Reciban el Espíritu
Santo. A quienes perdonen los pecados, les quedarán perdonados y a quienes se
los retengan, les quedarán retenidos» (Jn. 20, 22-23). Y el Catecismo continúa
diciendo: «semejante contrición perdona las faltas veniales; obtiene también el
perdón de los pecados mortales, si comprende la firme resolución de recurrir
tan pronto sea posible a la confesión sacramental (cf Concilio de Trento: DS
1677).». No se debe oponer una verdad con la otra. Ambas deben ser integradas.
La confesión no es una imposición externa o una cuestión opcional, es más bien
el regalo que nos hace Dios para “concretar” con seguridad esa experiencia de
misericordia que hemos recibido. Es muy difícil estar seguros de haber hecho
una contrición perfecta, y por eso Dios nos regala maneras para confirmarla. Es
poco aconsejable comulgar sin tener certeza del perdón. De hecho quien
pudiéndolo confirmar a través de las mediaciones seguras, prefiriese no
hacerlo, por considerarlas innecesarias, pone en cuestión al mismo Dios e ipso
facto pone en cuestión la perfección de su contrición.
12. No me confieso con un pecador, él no puede
perdonarme:
Cuando el sacerdote dice “Yo te absuelvo” ocurre un
gran milagro. Sucede lo mismo que cuando dice: “este es mi Cuerpo”. No es el
Cuerpo del sacerdote. Sépalo usted, allí quien habla ya no es solo el
sacerdote. Ese “Yo” que usted escucha es la voz del mismo Cristo. Sí, es una
voz que viene desde lo más alto de los cielos y desde las profundidades del
corazón. Qué no la engañen sus sentidos. Ese “Yo” le pertenece a Cristo. Es
difícil de creer, pero es la pura verdad. A usted quien lo perdona es Cristo,
cierto, a través del sacerdote.
13. No lo necesito, soy consciente de mis errores y
puedo corregirlos solo:
Habría que distinguir. Mejorar sus errores es una
cosa, perdonar sus pecados es otra. Sobre lo primero tiene usted razón. Puede y
debe mejorar sus errores. Eso sí, no diría solo, porque la gracia de Dios es
siempre necesaria. Sobre lo segundo en cambio se equivoca. Si se trata de
pecados, la confesión es imprescindible. Solo Dios perdona los pecados. Esta
potente verdad fue uno de los motivos de la conversión de Chesterton, que decía
con gran lucidez: «Cuando la gente me pregunta a mí o a cualquier otro ¿Por qué
te uniste a la Iglesia de Roma?, la primera respuesta esencial, aunque sea en
parte incompleta es: “para librarme de mis pecados”. Porque no hay ningún otro
sistema religioso que declare verdaderamente que libra a la gente de los
pecados. (…) El sacramento de la penitencia da una vida nueva, y reconcilia al
hombre con todo lo que vive: pero no como lo hacen los optimistas y los
predicadores paganos de la felicidad. El don viene dado a un precio y
condicionado a la confesión. He encontrado una religión que osa descender
conmigo a las profundidades de mí mismo”»
14. Dios no me va a perdonar:
Es cierto. Dios no lo va a poder perdonar si sigue
creyendo que no lo va a perdonar. La misericordia de Dios llama con
insistencia, pero jamás bota abajo la puerta. Pruebe usted mejor a cambiar de
idea. Repita conmigo: “Dios sí que me va a perdonar. Dios quiere, puede y me va
a perdonar. Dios es infinitamente misericordioso”. Es cierto. Dios ahora la va
a perdonar, sin importar lo que haya hecho. Dios no se cansa de perdonarlo.
Dios es siempre fiel y llama todo el tiempo a nuestra puerta. Somos nosotros
los que por desconfianza, vergüenza, falsa autocompasión, etc. nos quedamos
comiendo solos, encerrados en los pequeños y terribles rincones de nuestra
pusilánime soledad.
15. Conozco al sacerdote, me da mucha vergüenza
contarle lo que he hecho:
Dicen algunos que el pudor es la experiencia interior
que nos lleva a reconocer el valor que debe ser protegido (ocultado muchas
veces). Esto salva por ejemplo a la desnudez del mal gusto (lo sabemos es de
mal gusto andar desnudos por la calle). La vergüenza en cambio, que en algo se
le parece, es la experiencia interior del valor que ha sido transgredido, y nos
lleva a protegernos (a ocultarnos también tantas veces). Esto nos salva de ser
unos sinvergüenzas (lo sabemos es feo cometer un pecado grave y luego andar por
la vida como si nada hubiese sucedido). Ahora bien, la vergüenza puede ser
negativa si es que se repliega en sí misma. Decía el santo Cura de Ars que el
demonio antes de pecar te quita la vergüenza y te la restituye cuando vas a
confesarte. Pero por el contario, la sana vergüenza, puede ser muy positiva si
es que nos lleva a una confesión más profunda y dolida, y evita que volvamos a
caer muy seguido en los mismos pecados. Por eso usted tiene que aprovechar su
mucha vergüenza como catalizador, para -después de entrar en su interior y
replegarse- salir como el hijo pródigo decidido a la casa del Padre. Si le
cuesta mucho, entonces busque a otro sacerdote o un confesionario con rejilla.
Eso sí, no se olvide: evite quedarse oculto.
16. No tengo por qué contarle mis pecados a otro, es
un asunto privado:
En este asunto San Juan es taxativo: «Si decimos que
no pecamos, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros;
pero si confesamos nuestros pecados, Dios nos perdonará. Él es fiel y justo
para limpiarnos de toda maldad.» (1Jn1, 8-10) Además «Uno puede decir: yo me
confieso sólo con Dios. Sí, tú puedes decir a Dios «perdóname», y decir tus
pecados, pero nuestros pecados son también contra los hermanos, contra la
Iglesia. Por ello es necesario pedir perdón a la Iglesia, a los hermanos, en la
persona del sacerdote
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