RAZONES PAR NO CONFESARSE (I)
Muchas veces por temor, vergüenza o por influencias
del mundo que nos dice que no necesitamos a Dios, dejamos pasar o tratamos de
no darle importancia a un sacramento tan bello y lleno de misericordia como es
el de la Reconciliación. Este sacramento nos abre las puertas a ser partícipes
del banquete de la Eucaristía y revestirnos de la santidad y gracia que Dios
nos regala.
Les dejamos esta galería para que saquemos de nuestra
vida estas excusas, vayamos corriendo al encuentro del Señor y ayudemos a otros
a hacerlo.
1. Me da vergüenza que me miren en la fila de la
confesión:
«Incluso la vergüenza es buena, es salud tener un poco
de vergüenza, porque avergonzarse es saludable. Cuando una persona no tiene
vergüenza, en mi país decimos que es un «sinvergüenza». Pero incluso la
vergüenza hace bien, porque nos hace humildes, y el sacerdote recibe con amor y
con ternura esta confesión, y en nombre de Dios perdona […] No tener miedo de
la Confesión. Uno, cuando está en la fila para confesarse, siente todas estas
cosas, incluso la vergüenza, pero después, cuando termina la Confesión sale
libre, grande, hermoso, perdonado, blanco, feliz. ¡Esto es lo hermoso de la
Confesión!»
2. No me siento perdonado cuando me confieso:
Hay una formula teológica en latín que suena
complicada, pero en verdad es sencilla. Dice así: los sacramentos actúan “ex
opere operato”. Si lo traduce literalmente la frase quedaría así, “los
sacramentos actúan con el trabajo que se realiza”. Claro como el agua, ¿no? En
otras palabras, si se realizan en “buena ley” la eficacia de los sacramentos no
falla. Es decir, si se celebran correctamente, los sacramentos tienen una
fuerza tal, que por gracia divina realizan aquello que dicen,
independientemente del estado de ánimo o de gracia de la persona que lo realiza
(no depende ni de la santidad del sacerdote ni de la mía, ni de cómo nos
sentimos en ese momento). Claro está, que mientras mejor es mi disposición
interior, mayor serán los efectos de aquella gracia recibida en mi vida.
3. Ese sacerdote siempre me reta, es muy exagerado:
El orgullo entre otras cosas genera una alta
sensibilidad y susceptibilidad ante todo lo que tenga que ver con nuestra
persona, especialmente en lo que se refiere a nuestros defectos y errores. En
algunos casos incluso llega a crear una serie de complejos, delirios de
persecución, y agresividad contra quienes nos cuestionan en dicho ámbito.
Teniendo esto en cuenta, pregúntese con humildad ¿No será más bien que yo estoy
siendo orgulloso y le echo la culpa al cura porque me duele aceptar mis
pecados? Si no fuese este el caso, entonces pregúntese ¿Quizá Dios se vale de
este curita gruñón para hacerme crecer en humildad? Si tampoco este es el caso,
entonces busque un sacerdote más calmado, y rece mucho por aquel a quien no le
tiene mucha estima.
4. No me gusta el sacerdote, no me escucha:
Hable con el sacerdote si puede, dígale lo que piensa
con caridad, explíquele su situación. Si no, busque otro sacerdote. Y sobre
todo rece mucho para Dios mande cada vez más sacerdotes atentos, pacientes…
santos.
5. Yo me confieso directamente con Dios:
Si esto es verdad, entonces vaya a confesarse. Pues
este sacramento es la vía más segura para confesarse directamente con Dios. Si
no está convencido, revise que entiende usted por directo e indirecto. A mí al
menos, cuando quiero hablar directamente con alguien, no me basta solo con
entablar un diálogo interior y espiritual. Me gusta ir a ver a la persona y
conversar cara a cara. Soy más como esos griegos que le dicen a Felipe: “Señor,
queremos ver a Jesús”. Hay un impulso, un deseo profundo e irresistible que me
arrastra a buscar el contacto; a querer ver, escuchar, tocar. Dios sabe
perfectamente cuánto necesitamos esta certeza concreta y física. Por eso el
Logos se hizo carne y habitó entre nosotros. Por eso también instituyó los
sacramentos, como mediaciones visibles, concretas, tangibles, encarnadas… para
acceder a las gracias invisibles. Esto son los verdaderos diálogos directos.
Así es, es tiempo de revisar las definiciones.
6. Hay mucha fila, me da pereza esperar:
Respondo con un proverbio y una cita. Dice el
Proverbio: «He pasado junto al campo de un perezoso, y junto a la viña de un
hombre insensato, y estaba todo invadido de ortigas, los cardos cubrían el
suelo, la cerca de piedras estaba derruida. Al verlo, medité en mi corazón, al
contemplarlo aprendí la lección: Un poco dormir, otro poco dormitar, otro poco
tumbarse con los brazos cruzados y llegará, como vagabundo, tu miseria y como
un mendigo tu pobreza» (Pr 24,30-34). Dice la cita: «Si por pereza dejas de
poner los medios necesarios para alcanzar la humildad, te sentirás pesaroso,
inquieto, descontento, y harás la vida imposible a ti mismo y quizá también a
los demás y, lo que más importa, correrás gran peligro de perderte eternamente»
(J.Pecci –León XIII -, Práctica de la humildad, 49). Mejor haga la fila.
7. No he matado, no he robado, soy bueno:
Aquí se aplica el “efecto socrático”. Me explico:
Sócrates cuando recibió el oráculo en el templo de Delfos que lo proclamaba el
hombre más sabio de Atenas, no lo podría creer. Él no podía ser más sabio que
los hombres más cultos de su época (que bien conocía). Entonces se paseó por la
polis tratando de desmentir el oráculo de la Pitonisa. Lo paradójico fue que al
aceptar su ignorancia y los límites de su sabiduría comenzó a formular una
serie de preguntas tan incisivas que acabaron por convertirlo en el más sabio
entre sus pares. Salvando las distancias del caso, a los santos les pasa algo
semejante. A ellos les parece tan increíble que la gente los considere santos,
que van por el mundo desmintiendo los oráculos. Han percibido con tal
sensibilidad el amor de Dios, que se experimentan siempre en falta. Pero
mientras más confiesan su pecado y los límites de su amor, más se abren a la
misericordia de Dios, y así irónicamente más confirman y afianzan su santidad.
Por el contrario, quien se cree bueno sufre del “efecto farisaico”, y comete el
pecado más terrible: la soberbia de sentirse justificado. Si usted sufre de
este efecto preocúpese, porque es inversamente proporcional.
8. Escuchar misa, eso sí es importante:
Dejo que Jesús le responda: «El que come mi carne y
bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él. Lo mismo que el Padre, que vive,
me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí.
Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron vuestros padres, y
murieron: el que coma este pan vivirá para siempre» (Jn6 56-58). Usted
replicará: «Está bien, entonces no solo escucharé la misa, comeré también del
pan que da Vida Eterna». Dejo que San Pablo le responda: «Quien coma el pan o
beba la copa del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del
Señor. Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba de la copa. Pues
quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo» (I
Cor 11, 27-29). Ya sabe entonces: no solo vaya a escuchar, es importante
comulgar, y para comulgar, los pecados hay que confesar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario