MORAL Y DIOS
Se puede tener una moral muy exigente y elevada sin
ser creyente.
Es cierto que existen muchas personas de gran rectitud
moral que no son creyentes. Y es cierto también que se pueden encontrar
doctrinas éticas respetables que excluyen la fe.
Pero no veo, sin embargo, cómo puede existir una ética
que prescinda totalmente de Dios y pueda considerarse racionalmente bien
fundada. La ética se remite a la naturaleza, y esta, a su autor, que es Dios.
Para fundamentar cualquier ética es necesario saber
quién es el hombre y quién es su creador (Platón decía que no podemos conocer
qué conducta nos hace buenos si no conocemos quiénes somos). Una ética sin
Dios, sin un ser superior, basada solo en el consenso social, o en unas
tradiciones culturales, ofrece pocas garantías ante la patente debilidad del
hombre o ante su capacidad de ser manipulado.
Una referencia a Dios sirve -y la historia parece
empeñada en demostrarlo- no solo para justificar la existencia de normas de
conducta que hay que observar, sino también para mover a las personas a
observarlas. El creyente se dirige a Dios no solo como legislador sino también
como juez. Conocer la ley moral y observarla son cosas bien distintas, y por
eso, si Dios está presente -y presente sin pretender acomodarlo al propio
capricho, como es lógico- será más fácil que se observen esas leyes morales.
En cambio, cuando se prescinde voluntariamente de
Dios, es fácil que el hombre se desvíe hasta convertirse en la única instancia
que decide lo que es bueno o malo, en función de sus propios intereses. ¿Por
qué ayudar a una persona que difícilmente me podrá corresponder? ¿Por qué
perdonar? ¿Por qué ser fiel a mi marido o mi mujer cuando es tan fácil no
serlo? ¿Por qué no aceptar esa pequeña ganancia fácil? ¿Por qué arriesgarse a
decir la verdad y no dejar que sea otro quien pague las consecuencias de mi
error?
Quien no tiene conciencia de pecado y no admite que
haya nadie superior a él que juzgue sus acciones, se encuentra mucho más
indefenso ante la tentación de erigirse como juez y determinador supremo de lo
bueno y lo malo.
Eso no significa que el creyente obre siempre
rectamente, ni que no se engañe nunca; pero al menos no está solo. Está menos
expuesto a engañarse a sí mismo diciéndose que es bueno lo que le gusta y malo
lo que no le gusta. Sabe que tiene dentro una voz moral que en determinado
momento le advertirá: basta, no sigas por ahí. Sin religión es más fácil dudar
si vale la pena ser fiel a la ética. Sin religión es más fácil no ver claro por
qué se han de mantener conductas que suponen sacrificios.
Esto sucede más aún cuando la moral laica se transmite
de una generación a otra sin apenas reflexión. Como ha señalado Julián Marías,
los que al principio sostuvieron esos principios laicos como elemento de un
debate ideológico, tenían al menos el ardor y el idealismo de una causa que defendían
con pasión. Pero si esa moral se transmite a los más jóvenes, a los hijos, y
después a los hijos de estos, sin ninguna vinculación a creencias religiosas,
es fácil que ese idealismo quede en unas simples ideas sin un fundamento claro,
y por tanto pierden vigor.
Cuando se niega que hay un juicio y una vida después
de la muerte, es bastante fácil que las perspectivas de una persona se reduzcan
a lo que en esta vida pueda suceder. Si no se cuenta con nada más, porque no se
cree en el más allá, el sentido de última responsabilidad tiende a diluirse.
—¿Y qué le dirías al que, a pesar de buscar a Dios, no
tiene fe?
Buscar a Dios es un paso importante. Y casi siempre
supone tener ya algo de fe. Si la búsqueda es sincera, tarde o temprano lo
encontrará. Yo recomendaría a esa persona que pensara en su propia conducta y
en la verdad, que reflexionara sobre qué está bien y qué está mal, y que
procurara actuar conforme a ello, pues tal vez es Dios quien se lo está
pidiendo. Y obrando bien estará en una buena disposición para descubrir a quien
es la fuente del bien.
*Alfonso Aguiló
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