L A F E
Los viernes,
Jesús del Gran Poder
--agria y roja la frente,
los ojos como hielo harto de serlo--,
recibe la visita de
las prostitutas sevillanas.
Los viernes,
esperan hombres
callados en la puerta de la iglesia,
seres que saben
la ocasión, el benévolo
perfil del tráfico
inmundo.
Con ademanes recatados, vienen
de sus floridos barrios
las prostitutas sevillanas.
Los viernes,
merodean los chulos,
ansían vida fácil;
el amor, si se prendan tales hembras,
redunda en gala y en pereza de varones.
Juegan los niños en la plaza
iluminada de oros maternales,
cruzan las golondrinas
de Bécquer, arcaico vecino de la iglesia.
Nada es enjuto, sino pródigo
cuando llegan, honestas en su porte,
las prostitutas sevillanas.
Los viernes,
ellas rezan al Cristo, lloran
y piden
favor, prosperidad.
Igual que el estudiante pide
vencer el angustioso examen,
el gobernante dilatado tiempo
para hacer fortuna de la patria
y el jurista prolíficas
disputas sin acuerdo,
imploran
que no decaigan
clientes, salud,
las prostitutas sevillanas.
Los viernes,
la iglesia
de San Lorenzo
se llena de sollozos sin mancha,
de palabras primeras
como diamantes sin tallar
o lilas que surgieran
en un corral abandonado.
Sube la fe más que el incienso
hasta los ojos
del Cristo,
y lloran
lloran y lloran sin dolor
--mar obediente,
lágrimas mansas del milagro nuevo—
las prostitutas sevillanas.
Manuel Mantero.
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