ADULTERIO
El pecado de adulterio ha sido y sigue siendo algo muy frecuente
en la historia humana. Surge por diversos motivos y lleva a resultados
nefastos: infidelidad al propio esposo o esposa, tensiones en la familia,
problemas con los hijos.
A pesar de la frecuencia de este pecado y de la condena firme
que encontramos contra el mismo en la Biblia, un extraño silencio parece
envolverlo en nuestros días.
Sí: se habla de pecados muy graves, como la trata de seres
humanos, o el tráfico de drogas, o el crimen, o el robo, o la usura, o la
especulación económica que daña a miles de inocentes. Pero del adulterio, ¿qué
se dice?
Para que el tema no quede abandonado en el limbo del olvido,
podemos entresacar algunas ideas presentes en el “Catecismo de la Iglesia
Católica” (abreviado como CIC).
Una caracterización de este pecado aparece en dos números del
Catecismo, en los cuales encontramos varias citas de la Sagrada Escritura. En
el n. 2380, el adulterio queda definido así: “Esta palabra designa la
infidelidad conyugal. Cuando un hombre y una mujer, de los cuales al menos uno
está casado, establecen una relación sexual, aunque ocasional, cometen un
adulterio”.
Inmediatamente después, ese mismo n. 2380 recuerda pasajes de la
Escritura que hablan del adulterio: “Cristo condena incluso el deseo del
adulterio (cf. Mt 5,27-28). El sexto mandamiento y el Nuevo Testamento prohíben
absolutamente el adulterio (cf. Mt 5,32; 19,6; Mc 10,11; 1Co 6,9-10). Los
profetas denuncian su gravedad; ven en el adulterio la imagen del pecado de
idolatría (cf. Os 2,7; Jr 5,7; 13,27)”.
El número siguiente explica la grave injusticia que se comete en
cada adulterio. Quien lo comete “falta a sus compromisos. Lesiona el signo de
la Alianza que es el vínculo matrimonial. Quebranta el derecho del otro cónyuge
y atenta contra la institución del matrimonio, violando el contrato que le da
origen. Compromete el bien de la generación humana y de los hijos, que necesitan
la unión estable de los padres” (n. 2381).
Se trata de un acto que siempre es moralmente ilícito, que nunca
puede ser llevado a cabo, ni siquiera para obtener algún bien (cf. CIC n.
1756). Por eso se explica cómo en los primeros siglos de la Iglesia el adulterio
era considerado como uno de los pecados más graves, como lo eran también el
homicidio o la idolatría (cf. CIC n. 1447).
Con una doctrina tal clara, y en un mundo tan confundido y
manipulador, vale la pena enfrentarnos al adulterio para denunciar sus males y
para ayudar a tantos hombres y mujeres a huir de este pecado. Y, si alguno ha
caído en el mismo, para acompañarle, con respeto y tacto, a dar el paso que
permita una conversión madura: reconocer que uno ha pecado, arrepentirse, pedir
misericordia en el sacramento de la confesión, y reparar los daños causados en
la propia familia.
Sólo con católicos valientes, que sepan imitar la audacia de san
Juan Bautista al denunciar el adulterio de Herodes, incluso a riesgo de su vida
(cf. Mt 14,1-11), podremos desenmascarar un mal dañino para cada matrimonio.
Así, desde una auténtica conversión, muchos esposos superarán los males del
adulterio, renovarán su amor, y trabajarán con más entusiasmo para ser fieles a
sus compromisos matrimoniales.
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