EL AMOR NO DEBE NACER EN LA ARENA DE LOS SENTIMIENTOS QUE VAN Y VIENEN, SINO EN LA ROCA DEL AMOR VERDADERO, EL AMOR QUE VIENE DE DIOS

(Papa Francisco)

viernes, 9 de diciembre de 2016

HOY...

UN REGALO LUMINOSO


“Hace algunos años, cuando visitaba una provincia de jesuitas en América Latina, fui invitado a celebrar la Misa en un suburbio, en una favela, en uno de los lugares más pobres de la zona. Unas cien mil personas vivían allí en medio del barro, porque este suburbio estaba construido en una depresión que se inundaba cada vez que llovía…

La Misa tuvo lugar bajo una especie de techumbre en mal estado, sin puerta, con perros y gatos que entraban libremente. El resultado me pareció, con todo, maravilloso. El canto repetía: “Amar es darse… ¡Qué bello es vivir para amar y qué grande tener para dar!”

A medida que el canto avanzaba, sentí que se me hacía un gran nudo en la garganta. Tenía que hacer un verdadero esfuerzo para continuar la Misa. Aquellas gentes, que parecían no tener nada, estaban dispuestas a darse a sí mismas para comunicar a los demás la alegría, la felicidad.

Cuando en la consagración elevé la hostia, percibí, en medio del tremendo silencio, la alegría del Señor que se encuentra entre los que ama. Como dice Jesús: “Me ha enviado a predicar la Buena Noticia a los pobres”, y “felices los pobres”…

Al dar la comunión, me fijé en que en aquellos rostros secos, duros, quemados por el sol, había lágrimas que rodaban como perlas. Acababan de encontrarse con Jesús, que era su único consuelo. Mis manos temblaban.

Mi homilía fue corta. Fue sobre todo un diálogo. Me contaron cosas que no suelen escucharse en los discursos importantes, cosas sencillas, pero profundas y sublimes…

Al terminar la eucaristía un tipo corpulento, con aspecto de delincuente y que casi daba miedo, me dijo: “Venga a mi casa. Tengo un regalo para usted”. Yo, indeciso, dudaba si debería aceptarlo, pero el jesuita que me acompañaba me dijo: “Acepte, padre, son muy buena gente”.

Así que fui con él a su casa, que era una barraca medio destruida, y me invitó a sentarme en una silla desvencijada. Desde mi sitio yo podía contemplar la puesta de sol. El grandullón me dijo: “Mire, Señor, ¡qué hermosura!”. Nos quedamos en silencio durante algunos minutos. El sol desapareció. El hombre exclamó: “No sabía cómo agradecerle todo lo que hacen por nosotros. No tengo nada que darle. Pero pensé que le gustaría ver esta puesta de sol. ¿A qué le ha gustado?”. Y me dio la mano.”

P. Pedro Arrupe

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