CONFESIÓN
¿Y no es demasiado pedir que haya que confesarse y
manifestar los propios errores ante otro hombre?
Cuando un hombre se arrodilla en el confesonario
porque ha pecado —escribe George Weigel—, en aquel preciso momento contribuye a
aumentar su propia dignidad como hombre. Aunque esos pecados pesen mucho en su
conciencia, y hayan disminuido gravemente su dignidad, el acto en sí de
volverse hacia Dios es una manifestación de la especial dignidad del hombre, de
su grandeza espiritual, de la grandeza del encuentro personal entre el hombre y
Dios en la verdad interior de su conciencia.
Los no creyentes se preguntan si es apropiado revelar
los más íntimos secretos a alguien que tal vez sea un extraño. La confesión
fue, sin duda, una innovación audaz de la fe cristiana. Es un mandato del
propio Jesucristo a su Iglesia, cuando dio a los apóstoles ese poder para
perdonar los pecados: "a quienes perdonéis los pecados, les quedan
perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos". La
confesión es una de las innovaciones más impresionantes del Evangelio.
Por otra parte, cuando el sacerdote confiesa, además
de perdonar los pecados, actúa de alguna manera como acompañante del drama de
la vida de otro hombre. Acompaña a otro ser humano como él, estimula su
criterio espiritual, le ayuda a hacer más profunda su fe y a mejorar su
discernimiento cristiano, que no ha de quedar en una mera letanía de
prohibiciones morales. En el confesonario, el sacerdote se encuentra con el
hombre en lo más hondo de su humanidad, ayuda a cada persona a internarse en el
drama cristiano de su propia vida, única e irrepetible. Un drama lleno de paz y
esperanza, pero presidido por la inevitable tensión dramática de la vida: la
tensión entre la persona que soy y la persona que debo ser.
La Iglesia busca reconciliar al hombre con Dios, con
los otros hombres, con toda la creación. Y una de las maneras que tiene de
hacerlo es recordar al mundo la realidad del pecado, porque esa reconciliación
es imposible sin nombrar el mal que origina la división y la ruptura.
El pecado es una parte esencial de la verdad acerca
del hombre. El hombre puede hacer el mal, y lo hace. Y abre con ello una doble
herida: en él mismo y en sus relaciones con su familia, amigos, vecinos,
colegas y hasta con la gente que no conoce. Llamar por su nombre al bien y al
mal es el primer paso hacia la conversión, el perdón, la reconciliación, la
reconstrucción de cada hombre y de toda la humanidad. Tomarse en serio el
pecado es tomarse en serio la libertad humana. Cuanto más se acercan los
hombres a Dios, más se acercan a lo más profundo de su humanidad y a la verdad
del mundo.
Dios no desea sino nuestro propio bien. Desobedecer
sus mandatos es ir contra nuestra verdad como hombres, causarnos daño a
nosotros mismos. "El pecado —ha escrito Javier Echevarría— no se queda en
algo periférico que deja inmutado al que lo realiza. Precisamente por su
condición de acto contra nuestra verdad, contra lo que verdaderamente somos y
contra lo que verdaderamente estamos llamados a ser, incide en lo más íntimo de
nuestra naturaleza humana, deformándola. Todo pecado hiere al hombre,
descompone el equilibrio entre la dimensión sensible y la espiritual, y genera
en el alma un desorden íntimo entre las diversas facultades: la inteligencia,
la voluntad, la afectividad. Después, y como consecuencia del pecado, nuestras
potencias operativas aparecen debilitadas y, frecuentemente, en conflicto entre
sí: a la mente, sometida al influjo de las pasiones, le resulta arduo acoger la
luz de la verdad y separarla de las nieblas de lo falso; la voluntad encuentra
dificultad para elegir el bien, y se siente tenazmente atraída por la búsqueda
de la autoafirmación y del placer, aun cuando se opongan al bien y a la
justicia; nuestros afectos y deseos tienden a centrarse con egoísmo en nosotros
mismos".
Pecar es dar la espalda a Dios. A partir del momento
en que reconozcas la verdad —esa verdad sencilla y liberadora, bien presente y
clara cuando no nos resistimos a verla—, a partir de ese momento en que, en
palabras de Lloyd Alexander, "has tenido el valor de mirar al mal cara a
cara, de verlo por lo que realmente es y de darle su verdadero nombre, a partir
de entonces carece de poder sobre ti y puedes superarlo".
© Alfonso Aguiló
No hay comentarios:
Publicar un comentario