LA PENITENCIA
Tener la valentía,
delante del confesor, de llamar a los pecados con su propio nombre, sin
esconderlos. De este modo, el papa Francisco centró su homilía en el sacramento
de la Reconciliación. Confesarse, dijo, es ir al encuentro del amor de Jesús
con un corazón sincero y con la transparencia de los niños; y no rechazando,
sino más bien acogiendo la "gracia de la vergüenza", que hace
percibir el perdón de Dios.
Para muchos creyentes
adultos, confesarse frente a un sacerdote es un esfuerzo insostenible -que a menudo
conduce a esquivar el Sacramento- o al punto de convertir un momento de verdad
en un ejercicio de ficción. San Pablo, en su Carta a los Romanos -dijo el papa-
hace exactamente lo contrario: admite públicamente ante la comunidad que “en su
carne no mora el bien". Presume de ser un "esclavo" que no hace
el bien que quiere, sino el mal que no quiere. Esto sucede en la vida de fe,
observa Francisco, cuando “quiero hacer el bien, el mal está junto a mí".
"Y esta es la
lucha de los cristianos. Es nuestra lucha cotidiana. Y no siempre tenemos el
valor de hablar como Pablo habla de esta lucha. Siempre buscamos una forma de
justificación: ‘Sí, todos somos pecadores’... y lo decimos así, ¿no? Esto se
explica de una manera dramática: es nuestra lucha.
Y si no reconocemos
esto, nunca podemos tener el perdón de Dios. Porque si el ser pecador es ser
una palabra, una frase, una manera de decir, entonces no necesitamos del perdón
de Dios. Pero si se trata de una realidad que nos convierte en esclavos,
necesitamos de esta liberación interior del Señor, de esa fuerza. Pero lo más
importante aquí es que para encontrar el camino de salida, Pablo confiesa su
pecado a la comunidad, su tendencia al pecado, no lo esconde".
La confesión de los
pecados con humildad es lo que "la Iglesia nos pide a todos
nosotros", recuerda el santo padre, que cita también la invitación de
Santiago: "Confiesen sus pecados entre ustedes". Sin embargo,
"no para hacer publicidad -dijo, sino- para dar gloria a Dios", y
reconocer que es "Él quien me salva". Por eso, continúo, para
confesarse se va donde el hermano, "el hermano sacerdote": es para
actuar como Pablo. Ante todo -subrayó- con la misma "eficacia":
"Algunas personas
dicen: ‘Ah, yo me confieso con Dios'. Eso es fácil, es como confesarse por
correo electrónico, ¿no? Dios está ahí lejos, digo las cosas y no hay un ‘cara
a cara’, no se da un ‘cuatro ojos’. Pablo confiesa su debilidad a los hermanos
cara a cara. Otros dicen: "No, yo sí voy a confesarme", pero se
confiesan cosas tan etéreas, tan en el aire, que no tienen ninguna sustancia. Y
eso es lo mismo que no hacerlo. Confesar nuestros pecados no es ir a una sesión
de psiquiatría, ni tampoco ir a una sala de tortura, sino que es decirle al
Señor: ‘Señor, soy un pecador’, pero decirlo a través del hermano, para que
decirlo, sea también concreto. ‘Y yo soy un pecador por esto, por esto y por
esto'".
Concretizar,
honestidad y también -añade Francesco- una habilidad sincera de avergonzarse de
sus propios errores: no hay sendas a la sombra, alternativas al camino que
conduce al perdón de Dios para sentir en lo más profundo de mi corazón su
perdón y su amor. Y aquí el papa dijo lo de imitar a los niños:
"Los más pequeños
tienen esa sabiduría: cuando un niño viene a confesarse, nunca dice una cosa
general. ‘Padre, hice esto e hice aquello a mi tía, a aquel le dije tal
palabra’ y dicen la palabra. Pero son concretos, ¿no? Tienen la sencillez de la
verdad. Y nosotros siempre tenemos la tendencia a ocultar la realidad de
nuestras miserias. Pero hay una cosa hermosa: cuando confesamos nuestros
pecados en la presencia de Dios, siempre sentimos la gracia de la vergüenza.
Avergonzarse ante Dios es una gracia. Es una gracia: "Yo me
avergüenzo". Pensemos en Pedro, después del milagro de Jesús en el lago: 'Señor:
aléjate de mí, que soy un pecador’. Tenía vergüenza de su pecado ante la
santidad de Jesucristo".
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