RECONOCER ERRORES
En
la actualidad hay, por fortuna, una comprensión muy extendida -aunque aún no en
todo el mundo-, de que no es justo aplicar penas civiles por motivos
religiosos, y que la libertad religiosa es un derecho fundamental, y por tanto
todos los hombres deben estar inmunes de coacción en materia religiosa. Esta es
la doctrina del Concilio Vaticano II, y por esa razón la Iglesia católica ha
subrayado recientemente la necesidad de revisar algunos pasajes de su historia,
para reconocer ante el mundo los errores de algunos de sus miembros a lo largo
de los siglos, y pedir disculpas en nombre de la unión espiritual que nos
vincula con los miembros de la Iglesia de todos los tiempos.
Reconocer
los fracasos de ayer es siempre un acto de lealtad y de valentía, que además
refuerza la fe y facilita hacer frente a las dificultades de hoy. La Iglesia
lamenta que sus hijos hayan empleado en ocasiones métodos de intolerancia e
incluso de violencia en servicio de la verdad, y es ese mismo servicio a la
verdad lo que lleva ahora a reconocerlo y lamentarlo.
-¿Y
no es extraño que en esas épocas hubiera tan poca reacción contra esos errores
de los católicos?
Es
probable que muchos de ellos estuvieran en su fuero interno en contra de esa
aplicación de la violencia en defensa de la fe. De hecho, hubo reacción contra
esos errores, y si no fue mayor quizá es porque muchas de esas personas no
tenían más opción que el silencio. Y luego, cuando esos fenómenos desaparecieron,
muchos católicos los defendían porque pensaban que lo contrario era contribuir
a difundir leyendas negras de la Iglesia.
Como
señaló san Juan Pablo II, fueron muy diversos los motivos que confluyeron en la
creación de actitudes de intolerancia, alimentando un ambiente pasional del que
solo los grandes espíritus verdaderamente libres y llenos de Dios lograban de
algún modo sustraerse. Pero la consideración de todos esos atenuantes no
dispensa a la Iglesia del deber de lamentar profundamente las debilidades de
tantos hijos suyos, que han desfigurado con frecuencia su rostro. De estos
trazos dolorosos del pasado emerge una lección para el futuro, que debe llevar
a todo cristiano a tener bien en cuenta el principio de oro señalado por el
Concilio: "la verdad no se impone sino por la fuerza de la misma verdad,
que penetra con suavidad y firmeza en las almas".
La
Iglesia no teme reconocer esos errores, porque el amor a la verdad es
fundamental (no hay una verdad buena y otra mala: la que le conviene y la que
puede molestarla), y también porque esas violencias no pueden atribuirse a la
fe católica, sino a la intolerancia religiosa de personas que no asumieron
correctamente esa fe.
Alfonso Aguiló
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